MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

13-11-2016

Hijas del silencio

Hijas del silencio

Cuando pierdes contacto contigo mismo, te pierdes en el mundo.

Eckhart Tolle, El silencio habla

No nos gusta el silencio. Ni un poquito. Cada vez que pretende instalarse en nuestras vidas, lo sacamos a empujones hasta ponerlo allá, bien lejos, donde ya no podamos escucharlo.

Prendemos la tele, ponemos música, tarareamos alguna canción… lo que sea para ahuyentarlo. Lo que haga falta para que no se quede acá, con nosotros, y termine envolviéndonos con sus depresivas sábanas.

No nos gusta el silencio. Ni un poquito.

Pero ahí está, esperándonos para inundar nuestras vidas cuando llegamos a casa y las luces están apagadas. Cuando nadie nos sonríe un “hola” al momento de traspasar la puerta. Cuando no hay aroma a cena cocinándose en manos de nuestra pareja, ni ruido de la tele encendida mientras alguna de nuestras hijas mira “Educando a Nina” o del equipo de música mientras otra escucha a los Guns N’ Roses a todo volumen.

Ahí está. Inmóvil, oscuro, agazapado en una amenaza que nunca se cumple, pero que se mantiene ahí, angustiante.

Tiene tal poder que le da sonoridad a cada click de las lámparas que vamos encendiendo, convierte a la cafetera en un géiser erupcionando, transforma al sonido del corcho del vino que destapás en un sordo y ahogado disparo.

El torrente de la cascada de vino cayendo en la copa, el soplido del gas de la cocina… Hasta el fósforo que usamos para encender la hornalla resuena en ecos que se pierden en la oscuridad de ese silencio y, paradójicamente, lo aumentan, lo hacen más profundo.

Quizá por eso, antes de que se instale en nosotros la nada misma y nos consuma desde adentro, prendemos la tele con el único fin de que haga ruido. O ponemos música a la que no le prestamos ni la más mínima atención, porque su función no es ser disfrutada; su tarea se reduce a expulsar lo más lejos posible a ese monstruo que amenaza abrazarnos hasta asfixiarnos.

El silencio es tres puntos suspensivos que no tienen párrafo alguno antes ni después, es dar play a una lista de Spotify sin temas, es un libro con sus hojas en blanco. Es el vacío, la nada, la muerte misma en su forma más sutil…

A veces llego a mi casa y cuando escucho ese profundo silencio, me zambullo en ese mar de nada sin pensarlo. Voy encendiendo las tenues luces que le dan a los ladrillos una calidez casi humana y comienzo a disfrutar del paseo que dan mis ojos, que tienen la costumbre de detenerse y mirar para adentro en cada rincón que se ilumina al compás del sonoro click de la lámpara que allí habita.

Veo la mesa que mi hija mayor corrió para transformarla en temporal escritorio y todos los adornos que estaban sobre ella apilados sin orden alguno en un dressoire que tengo contra la pared lateral que da a mi cuarto. Más hojas con dibujos y jeroglíficos egipcios de medicina inentendibles para mí, pegados con cinta scotch contra la pared, “decorando” el comedor al estilo Agustina. Algún vaso que dejó la desgraciada desde la mañana, cuando salió corriendo (como siempre) hacia la facultad, prometiéndose lavarlo cuando volviera a la tarde antes de que yo llegara, para luego –en algún momento del día– haber decidido ir a la casa de una amiga a pasar el fin de semana para preparar juntas su próximo parcial.

Ahhh… qué hermoso silencio es el que le da sonido a mi sonrisa repleta de orgullo paterno mientras pienso en cómo se está abriendo camino en la vida. Cuelgo las llaves y veo cómo está creciendo, organizándose, proyectándose hacia un futuro que elige cada mañana cuando despierta. Siento mis ojos brillar cuando recuerdo cuánta alegría despliega por pavadas como enterarse de que compré una Coca para la cena o de que vamos a ir a Bahía, la parrilla que está a la vuelta de la esquina, un lugar sin ninguna gracia más que el hecho de brindarnos una mesa para charlar un buen rato.

Enciendo el velador colgado en la pared de la cocina y ahí está, en una bolsita que olvido llevar cada vez que me encuentro con ella, la bombilla que mi hija menor trajo hace un tiempo a un viaje que hicimos juntos a unas cabañas en Uruguay. Y mis ojos se inundan con las imágenes del último que hicimos con ella y su novio.

Me sirvo un café en una tacita que tiene escrito “Guadalupe” y  disfruto de ese silencio que me deja escuchar los gritos de Agustín y ver la carita de ella luchando con el enorme dorado que pescó. El mismo silencio que me trae sus risas en cada mano de Burako en la que me despedazó (todas), la pasión de sus opiniones en las charlas “filosóficas” que tuvimos los tres hasta cualquier hora, el amor de su mirada cuando el payaso que tiene por compañero contaba cómo le gustaba el aroma de su pelo.

Subo a mi escritorio, enciendo la compu y veo las fotos del partido de hockey que ganó el equipo de Sofi para GEBA, que les permitió salir campeonas y ascender. Y el silencio me permite escuchar sus risas, sus cánticos, su loca alegría.

Qué fantástico es ese silencio, que me abre el espacio mental para verla saltar y escucharla cantar en esas estáticas fotos. Pongo mi like y sonrío mientras pienso que mañana viene a mi oficina para que la ayude con un trabajo que tiene que hacer para su carrera de Diseño de indumentaria. Trabajo que por supuesto es urgente, como siempre, a pesar de que se lo deben haber dado hace 200 días, como siempre. Y nuevamente sonrío haciendo la plancha sobre ese mar sin sonidos por cómo ese modo atolondrado que tiene para todo no le impide ir creciendo y construyendo su vida.

Muchas veces cuando llego a casa, prendo la tele o pongo música. Son ésas en las que quiero ver algo de lo que me gusta o escuchar los temas que disfruto mientras cocino.

Pero los días en que quiero sentir bien fuerte todo aquello que me hace feliz, voy encendiendo las luces sintiendo cada click, saboreándolo como quien se inunda la boca con un sorbo de un buen vino.

Y no prendo la tele ni pongo música.

Esos días en los que quiero sentirme pleno, bien en contacto conmigo mismo, me preparo un café o me sirvo una copa de vino... y simplemente dejo que el silencio me traiga a mis hijas, incluida la 'prestada'.

Y juntos paseamos por el camino de sonrisas que me espera,

esa silenciosa noche,

en cada rincón de mi casa…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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