MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

19-11-2022

Noche atroz

Noche atroz

No es un secreto que la hermandad no es sólo una cuestión de sangre.

El autor

Difícilmente esos chicos, de 11 y 7 años respectivamente, supieran lo que realmente estaba ocurriendo. A esa edad nada se sabe sobre conceptos. Las cosas simplemente se viven. Sin intelecciones ni conciencia de ningún tipo...

Eran las nueve y media de la noche y el sol recién empezaba a caer. Es que en Sur el verano es así. Los días son increíblemente largos, en contraposición a lo cortos que son durante el invierno.

Así lo vivían ellos, aunque en realidad, los días son igual de largos y es la luz solar la que brilla mucho tiempo.

Vieron el sol sobre el horizonte y emprendieron el regreso a la casa escuela rural en la que vivían y de la cual su madre era la directora/maestra.

–Son casi las diez de la noche! –los recibió la madre.
–No nos dimos cuenta, ma –recitaron casi al unísono los hermanos.
–Ya van varias veces que “no nos dimos cuenta, ma”. Y encima vienen llenos de barro y bosta. La próxima duermen afuera –amenazó.

Todos los días estos chicos de 11 y 7 años atravesaban el arroyo en un punto en el que un tronco hacía las veces de puente y caminaban hasta la casa de los Berwyn para encontrarse con Jorge, también de 7 años, hijo menor de esa familia y encargado de arrear las vacas hasta el corral todas las tardes.

Los tres montaban respectivos caballos y se daban a la para ellos divertida tarea de traer las vacas y encerrar a los terneros en el brete, un espacio reducido del corral y apartado por una tranquera interna.

El brete cumplía la función de mantener a los terneros separados de las vacas para que no se tomaran la leche que al día siguiente la madre de Jorge ordeñaría, ya que de esa tarea salía la leche y la manteca que esta mujer, aparte de usarla para proveer a su familia, vendía a los vecinos.

Si bien el arreo era por sí mismo todo un evento, la doma de terneros que le seguía al momento de concluir el trabajo era lo que realmente disfrutaban estas tres criaturas.

De ahí eran el barro y la bosta con que llegaban a su casa. De los porrazos que se daban cada vez que el corcoveo del ternero montado los tiraba al piso.

–Son más de la diez de la noche y yo les avisé lo que iba a pasar! Hoy duermen afuera! –fue la sentencia con la que la madre los recibió ese día.
–Nooo ma, no lo hacemos más!
–Perdí la cuenta de las veces que dijeron que no lo hacían más. Yo les avisé. Hoy duermen afuera. Y no se habla más.

Acto seguido, cerró la puerta de entrada.

Los hermanos se miraron sin terminar de dar crédito a que el castigo fuera a cumplirse y se sentaron en el umbral.

Ahora sí comenzaba a hacerse de noche y ya no había risas cómplices.

–Maaa! –clamaban mientras golpeaban la puerta. –Tenemos hambre!
–Mamáaaa, dejanos entrar! –se alternaban a decir.

Un cuis (un rodeor que luce como una rata gigante) se cruzó delante de ellos.

–Mamáaa! Mamáaa! –gritaron en un perfectamente sincronizado dúo, aterrados por el tamaño de “la rata”.

La pequeña ventana, ubicada muy alto como para que pudieran ver a través de ella, dejaba salir el pequeño haz de luz que el farol a gas emitía, iluminado apenas el umbral sobre el que permanecían sentados.

Pero ya era noche cerrada y el clima comenzaba a tornarse frío y hostil.

Esas condiciones y el miedo que el cuis les había instalado hicieron que dieran por aceptada la derrota y decidieran ir a refugiarse al alero, a esa construcción de ladrillos cuya principal función era guarecer la leña de la intemperie.

Se acostaron en el piso y se abrazaron para darse calor mutuo.

Y así se quedaron por un rato corto que sintieron como eterno hasta que Kali, el segundo marido de la madre, llegó a “rescatarlos” y hacerlos entrar –a supuestas escondidas de la madre– por la puerta trasera de la casa, que daba directamente al cuarto de los chicos.

Difícilmente esos chicos, de 11 y 7 años respectivamente, supieran lo que realmente había ocurrido. A esa edad nada se sabe sobre conceptos. Las cosas simplemente se viven. Sin intelecciones ni conciencia de ningún tipo.

No fue hasta muchos años más tarde que ambos comprendieron que, más allá de la anécdota, el castigo, el miedo y el frío, aquella noche atroz habían sellado en acto el aval de la sangre que los unía.

En el abrazo de aquella noche,

sin saberes ni conciencia,

habían aprendido a ser hermanos…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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