MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

17-12-2023

Un cine en Lavalle y un amor

Un cine en la calle lavalle y un amor

Yo no buscaba a nadie y te vi.

Fito Paez, Un vestido y un amor

Aún hoy me pregunto cuáles eran las posibilidades de que eso pasara. ¿Una en mil? ¿Una en un millón? Lo cierto es que cuando pasa, las posibilidades se hacen estadística y se convierten en una en una. Y ahí reside la magia del momento...

En algún tiempo pasado la calle Lavalle era sinónimo de cine. Ir a los cines de la calle Lavalle era casi tan argento como el asado. Paseo obligado de todo aquél que visitara la ciudad de Buenos Aires, cuando en aquellos tiempos era ir a “La capital”. Incluso sólo pasear por “la calle Lavalle” (frase que repito porque así se decía) era una suerte de programa.

Había cierta magia en esas cuadras que van del Obelisco hasta el Bajo que hacía que un errático paseo por la peatonal tuviera un encanto porteño muy particular. Y tenían el poder de generarte incomprensibles afectos que proponían una irresistible invitación a caminarlas.

No tenía plan alguno. Había salido de una reunión tardía y, en lugar de seguir caminando hacia la parada de colectivos de Córdoba y Pellegrini, me había dejado absorber por la mística que ocurría a mi derecha.

No había casi gente ese jueves de embriagante bruma y no pude resistirme a la tentación de pasear a través del cautivante magnetismo de esas cuadras.

Tal vez por eso la tenue garúa de esa noche no sólo no me detuvo, sino que acentuó mis ganas de mantener mis manos en los bolsillos, el cigarro colgado de mi boca y la mirada dispersa, dejándome embargar por las luces de los cines y los olores que escapaban de algunos restaurantes cada vez que alguien abría sus puertas.

Fue la primera y única vez en mi vida que “me metí” en un cine estando solo, sin prestar demasiada atención a la sala y menos aun a qué película proyectaba esa sala. Tal es así que no recuerdo ninguna de ellas.

Lo que sí recuerdo es qué poca gente había. Dos parejas, una de ellas tan atrás que pensé que tal vez sólo habían ido a “apretar” un rato –así se decía en aquella época a matarse a besos–, un grupo de tres mujeres que no paraban de hablar mientras esperábamos que comenzara la función… y la vi.

Sola. Sentada en mi misma línea horizontal, del otro lado de la senda que corre entre las butacas, con las piernas cruzadas y el codo apoyado sobre su izquierda, paseaba la mirada por el techo sin prestar demasiada atención.

No importa cuáles eran las posibilidades de que eso pasara. Esta vez la estadística era una en una. Yo en el cine solo, una mujer en el cine sola.

El bamboleo de sus ojos hizo que su mirada se encontrara con la mía y no pudo evitar entreabrir una cálida sonrisa, mezcla de sorpresa y complicidad en esta cosa loca de estar solos en un cine un destemplado jueves por la noche.

Se apagaron las luces y comenzó la función. Pero no mantuve la mirada en las publicidades previas y me quedé mirando cómo la variación de la intensidad de las luces desplegadas por la pantalla le daba una hechicera sensualidad a su rostro.

Tal vez lo que mucha gente llama “energía” fue lo que hizo que ella percibiera mi mirada y girara la cabeza hacía mí. Quizá sólo quiso ver qué efecto tenía en mí la alteridad de las luces. No lo sé. Qué importa…

Volvimos a cruzar sonrisas, sin condimento de sorpresa, mucho más sensuales, casi íntimas.

Me encogí de hombros tratando de explicarle a la distancia que había perdido todo interés en la película porque ahora estaba viviendo una propia, una inesperada película en la cual yo no buscaba a nadie y la había visto.

Estornudó una ahogada risa y se encogió de hombros en espejo conmigo.

La película ya había empezado mientras aún seguíamos en este mímico diálogo, que perdió toda sensualidad para volverse puramente práctico cuando hice el gesto de llevarme un bocado a la boca como si tuviera un tenedor en la mano al tiempo que cabeceaba hacia mi izquierda invitándola a irnos.

Se paró y vino hacia mí.

–Marina –fue su “hola”.
–Adrián –contesté.

Salimos en silencio tomados de la mano con una inexplicable naturalidad, ante la mirada sorprendida del hombre que chequeaba las entradas y que, tan sólo unos minutos antes, nos había atendido por separado y en diferentes momentos.

Afuera la bruma que provocaba la garúa era de corte londinense, intensa y un tanto fría. Y en un acto que ya entonces estaba casi en desuso, me saqué la campera y la puse sobre sus hombros. Algo que recibió con naturalidad, como si el encuentro hubiera sido entre dos personas que hubieran viajado en el tiempo y vinieran del siglo XIX.

Cenamos en un rincón de un cálido restaurante, casi tan vacío como el cine, lo que aumentó la intimidad que se había dado desde aquel inicio entre gestos y sonrisas butacas mediante.

El flan casero mixto compartido estuvo a cargo de ella, que alternaba su bocado con el que me extendía a mí sin soltar la cuchara, fue el prólogo del inesperado beso que encontré en uno de los viajes que mi boca hacía para buscar mi bocado.

–¿Y eso por qué? –pregunté en un susurro.
–No lo sé… ¿tiene que tener un porqué? –cuestionó.

Meneé la cabeza.

–En realidad, no –admití.

El cielo despejado de la soleada mañana del viernes nos encontró desayunando en el hotel de la Avenida Corrientes en el cual habíamos llevado la pícara intimidad de aquel cine a una profunda entrega que, tal como había pasado con ese primer beso, no necesitó tener explicación alguna.

Ninguno de los dos hizo siquiera el intento de comprenderlo. Las probabilidades, que podrían haber sido de una en un millón o más, se habían concretado en una estadística de una en una y eso era más que suficiente para explicar las casi ridículas sonrisas con las que dejamos el hotel, caminamos por la calle Florida por un rato y nos despedimos sin pedirnos el número de teléfono ni acordar volver a encontrarnos. Algo que tampoco intentamos entender.

Tal vez ambos pensamos que la probabilidad de que la magia persistiera en el tiempo era virtualmente nula y ninguno quiso arriesgarse a estropear el recuerdo de una noche perfecta, no lo sé.

Creo que los dos elegimos atesorar el recuerdo de aquella noche

en la que no buscábamos a nadie

y simplemente nos vimos…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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