MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

03-11-2022

La boya

La boya

Se puede morir más de una vez.

El autor

Tosco, un tanto bruto, ese hombre de manos grandes y panza prominente había sido obrero electromecánico toda su vida.

Ese patriarca que alguna vez, parado en la puerta de su casa, había esperado a su hija de 24 años –que iba a casarse al día siguiente– para preguntarle con tono crítico si las once y media de la noche eran “horas de llegar”, yacía en su cama después de haber tenido un episodio de hipertensión que lo había dejado hemipléjico.

Esa “bestia” que en su juventud había soportado una descarga de electricidad trifásica y había vivido para contarla era ahora un león herido al que costaba entenderle lo que decía las pocas veces que hablaba.

Su nieto estaba a su lado, en absoluto silencio. Intentando no prestar atención a la notable desmejora que las sábanas que cubrían el cuerpo de su abuelo no podían ocultar.

Un sonido gutural, completamente incompresible, lo sacó de la abstracción en la que estaba.

Miró a su abuelo y vio el gesto con el cual lo convocaba a acercarse.

Llevó el oído bien cerca de la boca del abuelo.
–Yuter… –lo escuchó susurrar.
–Qué?
–Yuter… –repitió el abuelo.
–No te entiendo.

El hombre hizo un esfuerzo descomunal para levantar un poco su cuerpo y su tono de voz.
–Sss sss Suter! –exigió.
El nieto soltó una carcajada.

Suter etiqueta marrón había sido el vino blanco por excelencia con el cual el abuelo almorzaba, sobre todo cuando la comida era el pescado que él mismo había traído de la costanera, del club de pesca del cual era socio.
–No, abuelo. No puedo darte vino. Ayer te di un cigarrillo y si mamá se entera me mata. Pero vino… ya te fuiste al carajo abuelo.

El hombre se dejó caer en la cama y masculló su clásico “va fanculo” que profería cuando quería mandar a alguien a la mierda y torció la cara en claro signo de enojo.

El nieto meneó la cabeza y dejó el cuarto venido a sala de hospital rudimentaria.

Ese gigante tendido entre sábanas había sido el hombre que le había enseñado a pescar, a armar sus propias líneas, a limpiar el pescado y hasta a cocinarlo.

Ese “bruto” era el tipo que, para que no tuviera frío, le había dado tres uvas maceradas en grapa antes del Nesquik de cada mañana, antes de ir al colegio, durante el invierno en el que había vivido con él.

Ese coloso era el hombre que siempre le había hecho regalos para hacer cosas. Un Mecano, un juego de química, una aguja para tejer redes de pesca.

Era el titán que supo defenderlo físicamente cuando juzgó que hacía falta y que lo apañó cuando fue descubierto haciendo cagadas.

Don Carlos, tal como se lo conocía en el barrio, era un tipo con aspecto de sindicalista mafioso, pero con un corazón de oro. Un “rudo” con una sensibilidad inaudita. De manos ásperas pero capaces de la ternura más tibia.

Y hoy pagaba el precio de una vida de excesos de comida, alcohol y tabaco.

Había vivido como había querido, según él mismo decía, y ahora decidía dejarse morir antes de tener que comer pan de gluten, como también el mismo decía.

Así fue como el nieto heredó todas las cosas de pesca de ese abuelo. Y las conservó por años. Muchos años. Más de 40 años. Aún hoy las tiene.

Entre esas cosas había una boya enorme, tallada en madera por su abuelo con la amoladora que tenía en su taller. Pintada a mano y enlazada a una línea destinada a la pesca de dorados.

Una línea que una tarde de verano le dio al nieto, ya hombre, un soberbio dorado inusualmente pescado desde la costa.

Pero que unos días más tarde, en una maniobra torpe, se soltó de la tanza y se alejó con la marea, a pesar de los infructuosos y desesperados intentos por recuperarla que el nieto hizo.

Al instante lo embargó un inimaginable dolor, rematadamente incomprensible para todo aquél que no conociera la historia de ese nieto con ese abuelo.

Nada había podido hacer a sus 15 años para que su abuelo no muriera. Nada había podido hacer ahora para que su abuelo no volviera a irse, flotando, a merced de la corriente.

Pero, así como había duelado la muerte de su abuelo, del mismo modo logró superar la partida de la boya.

Porque está seguro que esa boya hoy está en un más allá que desconoce y en el que paradójicamente no cree, dándole a Don Carlos soberbios dorados que disfruta en maridaje con un Suter etiqueta marrón.

No tiene duda alguna de que así es.

Porque así era ese abuelo,

así era Don Carlos, mi abuelo…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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