MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

11-07-2019

Los caminos de la vida

Los caminos de la vida

Una buena siembra no garantiza una buena cosecha...

Anónimo

Como ya conté alguna vez, de chico viví en el campo por algunos años. Y por eso, por haber estado ahí, es que pude ver tanto siembras como cosechas, el trabajo y el resultado...

Fue en un tiempo que por lejano (no fue ayer, precisamente) me pone en una época y una zona rural en la que la tecnología no era la actual ni por asomo. No digo que araran con bueyes, pero mucho, muchísimo del trabajo que esos labradores hacían era a costa de su propio lomo. A expensas de un monumental y prolijo esfuerzo.

Eran ellos, los dueños de esas chacras, los que iban manejando el tractor desde la madrugada y hasta que caía la noche. Esa gente volvía a su casa agotada, exhausta, después de haberlo dejado todo en esas tierras.

Ponían hasta el último mango para comprar las semillas de la mejor calidad posible, y dejaban la vida para arar esos campos en rectilíneas lonjas, profundas cuencas que serían los caminos para sembrar –con una paciencia digna de monjes tibetanos– hasta la última de esas semillas en las que habían invertido todas sus monedas.

Pero no siempre la cosecha guardó relación con tamaño esfuerzo. No siempre el resultado fue el esperado. No siempre “se les hizo el campo orégano”...

Por qué? Simplemente porque no controlaban todas las variables. No podían predecir una larga sequía o lluvias en exceso; mucho menos un helada en el momento en que la siembra estaba en flor, lo que despedazaba el rinde por hectárea.

Una mierda... realmente una mierda.

“Shit happens” –dice House–, en un capítulo memorable. Las cosas chotas pasan, más allá de nuestra voluntad. Y nada podemos hacer al respecto. Pasan. Nos jode, pero pasan.

No queremos que pasen, hacemos todo lo que está a nuestro alcance para que no pasen... pero igual pasan.

Cuando la cosecha era una porquería, es obvio que no tenían muchos motivos para estar alegres. Hacían algunos asados mientras era la época de levantarla, pero el ánimo no era festivo...

Pero no es esto lo quedó grabado en mi memoria de aquellos días.

Lo que moldeó mi personalidad, lo que marcó un rumbo en mi forma de ser, lo que me puso en un camino del que jamás quise salir, fue lo maravilloso que fue ver qué hacían en la siguiente época de siembra.

Había que ver a estos tipos (y minas), con sus caras curtidas a fuego de sol y cincel de viento, volver a romperse el lomo con la misma garra que el año anterior.

Había que verlos volver a poner las pocas monedas que habían juntado, pero ponerlas todas, para seguir invirtiendo en semillas de la mejor calidad posible.

Había que ver, maldición, con qué alegría y esperanza comenzaban todo el proceso de nuevo, cómo volvían a dejarlo todo en esos campos. Cómo nuevamente hacían un esfuerzo sideral para controlar la única variable que podían controlar: ellos mismos.

Quizá por eso sonreían con cada “Buen día!” que te decían al cruzarte en su camino. Tenían plena consciencia de que estaban dándolo todo y con eso les alcanzaba y sobraba para ser felices, porque sabían que es lo máximo que un ser humano puede hacer con su vida: dar lo mejor de sí.

Y ni les cuento de los asados, meta vino y guitarreada, cuando la siguiente rendía sus frutos, cuando el esfuerzo había valido la pena. Cuando haber dejado el alma en lo que hacían se cristalizaba en aquello que ellos esperaban: tan sólo una buena cosecha...

Cada vez que algo no sale como yo quiero, cada vez que me frustro por algo que –como dice Vicentico– no es lo que yo esperaba, cada vez que la cosecha es una mierda, no puedo dejar de recordar a estos campesinos.

Y entonces sólo sonrío y junto fuerzas para la siguiente siembra.

Porque lo bueno de la vida es que no hay que esperar todo un año para poder volver a sembrar. Todos los días levantamos buenas y malas cosechas, y todos los días podemos seguir arando, plantando semillas y regando nuestra siembra.

Puede que los caminos de mi vida más de una vez no sean lo que imaginaba y es una indiscutible y absoluta verdad la que House dice con su característica acidez.

Pero cuando me acuerdo de aquellos labradores, esos incansables chacareros que la vida tuvo a bien poner en mi camino, no se dan una idea de cuán amplia puede ser mi sonrisa con cada “Buen Día!” que digo, mientras sigo arando y sembrando mientras sostengo la inquebrantable esperanza de tener,

la próxima vez,

tan sólo una buena cosecha...

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

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