MONÓLOGOS DE UN HOMBRE CUALQUIERA

26-02-2017

Enterrados de por vida

Enterrados de por vida

No supiste comprender el amor que yo te di...

Sandro, Hasta aquí llegó mi amor

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Cuántas señales no vi de que esto se acababa. Cuánta gente me avisó y yo nunca escuchaba...
Vicentico, Escondido
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“Tirar de la cuerda” es algo que los seres humanos hacemos muchas veces en la vida. Cuando pasamos por momentos de mierda que vienen incluidos por el sólo hecho de vivir, tenemos la desesperada necesidad de que alguien nos acompañe en nuestras crisis, que se banque nuestras catarsis, que soporte nuestras imperiosas ganas de prender el ventilador y esparcir un poco de toda esa mierda que estamos atravesando.

Y para eso elegimos a ése que se la banca. Ése que es capaz de soportarnos. Porque nos conoce. Porque nos quiere.

Y está bien que así sea...

Hace poco escribí una nota en la que hablo del rol de “pecho para golpear” que puedo tener con la gente que quiero y que me honra que sea mi cuerda de la que tiran cuando están pasando por un momento jodido (ver Enojate conmigo) y una lectora comentó: “Es un honor, pero muy seguido agota”. Y otra acotó que no la honraba la insistente elección porque, en definitiva, duele igual.

Ambas, a mi juicio, hablaban de eso que nos cuesta tanto entender: el límite.

Y tal como yo lo veo, ambas tienen razón.

En el siglo XVII, por lo rústico de las ciencias médicas de ese entonces, mucha gente había sido enterrada viva. Y no había manera de saberlo sino hasta que ya era demasiado tarde. Ataúdes con desesperados arañazos por dentro que podían verse cuando eran abiertos tiempo después, daban fe de que eso estaba pasando.

Entonces se enterraba a la gente y se ponía una cuerda desde el ataúd hasta una campana situada en la superficie, al lado de su tumba. En caso de que el presunto muerto no fuera tal y despertara, tiraba de la cuerda y sonaba la campana. A lo que la gente acudía inmediatamente a desenterrarlo. De ahí el dicho 'Salvado por la campana'.

Hace muchos años, después de que mi padre tirara de la cuerda hasta el agotamiento, después de años de buscar en él un cariño que no sabía dar, después de pilas de decepciones y amarguras, finalmente dejé de tener relación con él y lo “enterré” en vida. Años más tarde fallecía y la realidad real se equiparaba a mi realidad psíquica…

A veces tiramos de la cuerda tanto-tanto que no medimos hasta dónde o a cambio de qué lo hacemos. Estamos tan metidos en nosotros mismos que ni percibimos al otro. A ése que se la banca, pero que es tan humano como nosotros y que por eso, por mucho que nos quiera, los golpes igual le duelen y se cansa de sostener la cuerda del otro lado. Y ni siquiera le damos algo a cambio. Sólo tiramos de la soga para nuestro lado sin aflojar ni por un instante.

Lo agredimos, lo atacamos, lo decepcionamos una y otra vez.

De alguna manera, lo olvidamos…

Un día comienza a decirnos que se está cansando, pero no le prestamos atención. Seguramente pensamos que “perro que ladra no muerde” y seguimos tirando de la cuerda. Pero como la realidad es que el perro que ladra te está advirtiendo que está enojado, un día deja de sólo mostrar los dientes y nos da un tarascón.

Pero tampoco prestamos atención a la mordida y seguimos tirando y tirando. Porque es verdad que nos mordió, pero ahí sigue estando, bancándosela. Y por eso continuamos en la misma, golpeando el mismo pecho, tirando de la misma cuerda.

Hasta el día que nos “mata” en su cabeza y nos entierra.

Pero nos quiere tanto que, a pesar de estar dolido por los golpes, a pesar de estar harto de decepciones y amarguras, nos deja la cuerda en el ataúd para podamos hacer sonar la campana en caso de que logremos revivir. Por si somos lo suficientemente “vivos” para tirar de esta otra cuerda, la que nos va a sacar de los dos metros bajo tierra en los que nos dejó.

Ése es, a mi entender, el momento límite del que hablaban mis lectoras.

En ese momento, cuando llevamos al otro al punto de enterrarnos en vida, es en el que deberíamos tirar de esa otra cuerda. Bien fuerte. Porque nos ha dado muestras de que nos quiere, pero no olvidemos que acaba de matarnos.

Y si no vemos las señales, si no escuchamos, si no sabemos comprender el amor que nos da, corremos el riesgo de que se vaya del cementerio y quedemos enterrados para siempre.

Porque ya no esté ahí para escucharnos el día que,

queriendo volver a la vida,

hagamos sonar la campana…

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Adrián Ares tiene 56 años y es Licenciado en Psicología recibido en 1992 en la Universidad del Salvador. Padre de dos hijas y una “prestada” –como él mismo la define– lanzó el blog “Monólogos de un hombre cualquiera” a fines de noviembre de 2016 desde una cabaña en Salto, Uruguay, a la cual va frecuentemente a disfrutar de su otra gran pasión: la pesca.

El blog tiene hoy 80.000 lectores, muchos de los cuales interactúan con el autor en los “Miércoles de reflexión”, una sección de su página de Facebook en la que postea bromas con el único fin de divertirse una vez por semana.

Esta primera entrega es una selección de 60 monólogos, entre los cuales el lector encontrará algunos extractados del blog y otros absolutamente inéditos, para zambullirnos en el caos de afectos que nos embargan cotidianamente en este pasaje de ida sin regreso que es la Vida.

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